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"Cansados, pero cumpliendo: cuando el descanso se siente como un lujo"

  • Adriana Sacha
  • 6 abr
  • 2 Min. de lectura

“No me alcanza el día”. “Siento que, si descanso, estoy perdiendo el tiempo”. “Podría estar haciendo algo más útil ahora”. Estas frases son expresiones comunes entre los estudiantes universitarios que, entre clases, prácticas, trabajos grupales, actividades extracurriculares y vida social, sienten que deben rendir en todo… todo el tiempo.

Escribe: Adriana Sacha


En la cultura universitaria actual, se ha instalado una narrativa silenciosa: ser estudiantes ya no basta. Nos han enseñado a siempre rendir. A estar “en algo”, a no desaprovechar el tiempo, a llenar el currículum desde los primeros ciclos. En la universidad, eso se traduce en un ritmo acelerado de clases, trabajos, prácticas, voluntariados, idiomas, networking y una presión silenciosa por destacar. Dormir bien es casi un lujo, y tener tiempo libre sin “aprovecharlo” puede generar culpa. Sin embargo, hay algo que este modelo no considera: los cuerpos y las mentes no son infinitas.


Este fenómeno tiene nombre: el síndrome del estudiante productivo. Aunque no es un término clínico, engloba una realidad cada vez más común. Se trata de esa necesidad constante de “hacer más” para sentirse válido, ese miedo a quedarse atrás o “no destacar”, que lleva a muchos estudiantes a normalizar niveles de estrés que rozan el burnout.

El burnout, también conocido como síndrome del agotamiento, no llega de golpe. Se filtra. Se mete por las grietas del “un ratito más”, de las semanas sin dormir bien, de los “después descanso”. Es el cansancio que no se cura con una siesta. Es despertarse con el cuerpo pesado, con la mente apagada, con el entusiasmo drenado.


El burnout no solo es el resultado de tener “demasiadas cosas”. Es también consecuencia de cómo nos relacionamos con lo que hacemos. Si cada actividad se convierte en una obligación, si todo se mide en términos de rendimiento o eficiencia, dejamos de conectar con aquello que nos mueve de verdad.

Eso no quiere decir que haya que renunciar a los retos. Pero sí implica reconocer nuestros límites sin sentir culpa. Implica entender que descansar no es perder el tiempo. Hay momentos en los que dar el 100% no es posible, y está bien. Que la vida universitaria no debería parecerse a una maratón sin meta.


En esa carrera silenciosa por “hacer más”, se pierde de vista algo esencial: el tiempo universitario no es solo para producir, sino también para descubrir, equivocarse, explorar y, a veces, simplemente parar. Por eso, hablar del burnout es también una forma de decir: necesitamos espacios más humanos, más comprensivos y más justos. Espacios donde se valore tanto el logro como el cuidado. Donde el bienestar no sea una responsabilidad individual, sino una prioridad colectiva.


Si alguna vez sientes que no estás haciendo suficiente, recuerda: no se trata de hacerlo todo, sino de encontrar sentido en lo que haces. Detrás de la productividad extrema puede haber agotamiento invisible, y no notar los propios límites solo lleva al desgaste. Descansar, poner límites y permitirse parar no es fallar, es cuidarse. Porque al final, la universidad no debería ser una prueba de resistencia, sino un espacio para aprender, crecer y construir un futuro sin sacrificar el bienestar en el camino. 


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